El Vigésimo Séptimo Círculo

…y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte.

-Isabel Allende: “Dos Palabras”.
Meses después que Camila desapareció, Virgilio se cansó de hablar solo, y decidió ir a buscarla. Era el único que quedaba en el cerro. Los últimos que se marcharon, le dijeron que se fuera, que era inútil quedarse porque el cerro se había muerto; pero que tampoco la buscara, a la Camila, porque ellos mismos vieron cómo se la llevaron los platillos voladores. Virgilio les respondió que se dejaran de pendejadas, que Camila simplemente se había aburrido y se había ido a buscar el mar, y que de seguro allí la encontraría. Ellos le dijeron que el camino al mar era interminable y retorcido, y que se decía que cualquiera que lo emprendiera se toparía con cosas horripilantes, y pasaron a enumerárselas, según decían los libros sagrados. Trataron inútilmente de convencerlo de que se fuera con ellos tierra adentro.
     Con un semblante plomizo, como el cielo encapotado que lo cobijaba, avanzando lentamente como un fantasma, Virgilio tomó el sendero pedregoso que bajaba del cerro. Sus ojos vidriados, que no parpadeaban ni reflejaban la luz pues parecían ser de cristal esmerilado, miraban fijamente hacia el horizonte. De vez en cuando elevaba la mirada hacia las nubes, como implorando, o esperando. Las nubes negras, ocultando el sol, creaban una penumbra que le dificultaba el avance. Las piedras que se desprendían del camino, resbalando contra sus pies descalzos, hacían más dificultosa la marcha, y amenazaban con mandarlo rodando hasta el fondo del abismo que había a un lado de la trocha. La oscuridad no avanzaba ni retrocedía; las nubes no se movían; el aire permanecía estático; ni siquiera una brisa ligera se podía sentir. Exceptuándolo a él, el mundo parecía haberse detenido. Él parecía ser el único ser viviente que quedaba en ese páramo. Sin embargo, a veces escuchaba el murmullo de muchas voces indistintas, como si una multitud invisible lo acompañara. Pensó que mucho tiempo de estar solo allá en la loma, le había trastornado la razón. Esperaba que más adelante el camino se hiciera menos dificultoso. Sin embargo, lo que lo esperaba, al acecho, no se correspondía con ese deseo. 
     Al final de la ladera, el terreno se le volvió un desorden de piedras que franqueó con mucha dificultad. Al alcanzar el extremo del llano pedregoso, bajó por una cuesta infestada de malezas que lo llevó a un llano cubierto de arbustos secos. Los matorrales estaban por todas partes, y le fue muy difícil decidir la dirección por la que debía seguir, pues los pajonales habían cubierto todo los senderos. Un breve destello se coló por entre dos nubes, y Virgilio optó por seguirlo.
      Más adelante, un despeñadero forrado de cactus y ortigas que se continuaba en una planicie cubierta por el mismo tipo de vegetación, le bloqueó el paso; y a pesar de que las espinas le desgarraban la ropa y la piel, no se amedrentó, y prosiguió el rumbo. En el límite de la explanada de ortigas, una ruta cuesta abajo, revestida de una maleza en llamas, se convirtió en un llano donde los arbustos se quemaban sin parar. Desafiando el calor intenso de la tierra, y soportando la sed que lo sofocaba, puesto que no había agua en ningún lugar, logró esquivar los zarzales encendidos, y abrirse paso a través de la llamarada que era el campo, sin quemarse los pies.
     La geografía del terreno se repetía. No había árboles, una vertiente lo llevaba a un descampado, al final del cual había un barranco que descendía a otra planicie. Y así fue descendiendo por niveles y terrazas, de las cumbres donde residía. Cada sendero, y cada estepa era más difícil de transitar que los anteriores. Al bajar por cada declive debía tener mucho cuidado para no resbalar y bajar rodando a una muerte segura hasta el próximo erial.
     Atravesó una llanura de tierra seca, donde sus pies descalzos se trababan en las grietas del terreno. Casi  a ciegas, pues el viento que soplaba rigurosamente le metía el polvo en los ojos, pudo vadear una región de tierra suelta y fina. En el país de las ciénagas se le enterró el cuerpo hasta las rodillas, y consiguió evadirse tras muchas horas de debatirse en el fangal. El valor, la determinación, y la fe en que podría alcanzar el final del camino, lo abandonaban paulatinamente. Así, mentalmente casi derrotado, Virgilio llegó a un lugar que nunca pensó encontrar, una tundra glacial donde sólo había nieve, hielo, musgos y líquenes helados. Mal abrigado para soportar semejante embate de los elementos, además de andar descalzo, y con la certidumbre también bajo cero, Virgilio se desplomó, sabiendo que no sobreviviría. Vencido por el agotamiento se echó sobre una pila de nieve, y se durmió, esperando que la muerte se lo llevara en el sueño. Horas después, el viento silbándole en los oídos lo despertó. Cuando constató que todavía estaba vivo, acopiando la poca energía que le quedaba, concentrándola en un solo esfuerzo, pudo ponerse de pie, y arrastrar el cuerpo hasta que cruzó el llano de los hielos. A medida que descendía, el frío se hacía menos penetrante, y la nieve iba desapareciendo, dejando al descubierto una superficie arenosa. La región se volvió una cordillera de dunas. Y aunque todo estaba en calma, y el viento no bramaba, el ascenso y descenso de las dunas era lento y difícil, puesto que los pies se le atascaban en la arena. Al cabo del desierto de arena el cielo se hizo menos gris.  Escaló la última duna, y entonces pudo ver, a los lejos, la playa, y el mar.
      Cuando bajó la última pendiente, finalmente arribó al océano. En la playa larga, de extensas dunas, reinaba un silencio absoluto. Nada se movía, ni las nubes, ni la luz, ni las olas. El agua no reflejaba nada, como si el mar estuviera congelado. Se sentó en la playa, mirando en todas direcciones, inquieto, y atormentado por las dudas. Ni el mar ni el trayecto que lo había llevado hasta allí eran lo que había esperado. Recordaba los detalles de la prolongada travesía, los peligros que corrió, y las contrariedades que tuvo que encarar, y se preguntaba si había valido la pena, si encontraría lo que buscaba, si sucedería lo que esperaba, y la certeza se le hacía cada vez más endeble. Algo lo inquietaba, algo estaba fuera de lugar, algo no tenía sentido.
     Después de horas de reflexionar se dio cuenta de que lo que no encajaba era que en los lugares por los que atravesó no había nadie. Según los libros sagrados, estaba supuesto a toparse con gente siendo atormentada por sus pecados. Debió  haberse encontrado con muchos siendo consumidos por una lluvia que bajaba del cielo; otros sumergidos en un gran torbellino incesante que los metía en la soledad absoluta; otros siendo azotados por una lluvia de fuego, arrastrando piedras colgadas del cuello; aún otros luchando en el fango, aprisionados en un pantano creado por un manantial de aguas oscuras. Debió haber hallado a los que estarían metidos en un sepulcro de fuego, rodeado por una muralla de hierro, que a su vez estaba rodeada por una laguna pestilente; otros que estaban metidos en un hoyo lleno de piedras, rodeados por un río tinto de sangre; siendo devorados por el cancerbero, o el minotauro; los que estaban siendo cocinados en una laguna de peces hirviendo; aplastados por una capa de plomo dorado; mordidos por serpientes; en llamas; siendo acuchillados; cubiertos de lepra; arrollados por un torbellino que flagelaba implacablemente sus cuerpos; debió ver al gran traidor dentro del pozo de hielo rodeado de gigantes masas brutales; a los inertes sepultados en la tierra, confundida con torres; al ángel de luz, en la cueva glacial,  con sus tres cabezas demoníacas.
     Virgilio se mantuvo inerte a lo largo de muchos días, entumecido, sepultado en un silencio total, aunque a veces le parecía que escuchaba muchas voces confusas, como si una muchedumbre incorpórea estuviera con él, cada uno de ellos sentado como él sobre la arena, lado a lado, formando una fila que se extendía a lo largo de la playa hasta perderse de vista.
     Permaneció en esa posición, con la mirada clavada en el mar, el cielo, y el horizonte, como esperando la llegada de alguien, o el inicio de algún fenómeno natural, o sobrenatural, un terremoto, un cataclismo, la parusía. Pero no ocurrió nada. La tierra no se partió, para que saliera el gran dragón, la gran serpiente, o la bestia de diez cuernos y siete cabezas. El viento tempestuoso que venia del norte no agitó el mar, y este no se tiñó de sangre, ni se apartó para que saliera la bestia salvaje de color escarlata siendo cabalgada por la gran ramera. La luz no rasgó el cielo, la masa de nubes que venía del norte no se apartó para dar paso al fuego trémulo que refulgía como el electro, detrás del cual vendrían los cuatro corceles, pálido, blanco, negro, y color de fuego, y el gran carro de ruedas gigantes que refulgía como el crisólito, junto al cual había cuatro criaturas vivientes de cuatro caras. No vio a Miguel reuniendo sus ejércitos en la montaña de Megido, ni a Abaddón, ni a Apolión, ni al ángel exterminador. Tampoco vio el río de agua de vida, claro como el cristal; ni los árboles de vida produciendo doce cosechas al mes, cuyas hojas serían para la curación de las naciones. No vio al prisionero de la isla de Patmos; no aterrizaron los platillos voladores, ni encontró a Camila.
     Cuando pudo vencer la parálisis, y se hastió de esperar, resolvió continuar el camino, a pesar de que no sabía hacia donde se dirigía. Deambuló a lo largo del litoral durante muchos días, hasta que al final del mismo localizó una sierra que escaló siguiendo una vereda que la circundaba nueve veces. En la cima, que era una especie de meseta, encontró una cueva que se convirtió en un túnel que lo condujo a otra montaña, de la que descendió por un sendero que la circundaba nueve veces. Cuando bajó de las alturas su consternación fue grande al descubrir que se hallaba en la planicie rocosa, al pie de la cuesta pedregosa que se dirigía hacia la colina donde había vivido toda su vida. No podía entender cómo, después de meses de errar por la región, había ido a parar al mismo sitio de donde había partido. 
     Desconcertado, deliberó durante un largo rato, y determinando que no tenía otro lugar donde ir, acometió la pendiente rocosa que lo conduciría de vuelta al cerro. Cuando alcanzó la cumbre, lo sobrecogió el hecho de que el paraje estaba transformado. Ahora el sol, que  se escurría a través de los nubarrones, quebrándolos en un millón de hilachas, alumbraba todos los recovecos; y por primera vez en muchos meses, contempló vegetación verde, y otro ser humano. Una figura solitaria se acercaba. Cuando llegó a la entrada del caserío, y el extraño se detuvo junto a él, aquel dio muestra de sorpresa, como si pareciera reconocerlo, y sin decir nada, y evidentemente agitado, se echó a correr hacia la villa. Virgilio continuo adentrándose en la aldea, y más adelante vio una multitud que se trasladaba hacia él. Todos hablaban al mismo tiempo, en medio de una gran algarabía; algunos lo señalaban con el dedo. Cuando estuvieron más cerca y lo reconocieron, la barahúnda se hizo todavía más aguda, y todos corrieron a su encuentro. La perplejidad y el asombro alcanzaron un nivel casi inaguantable para el alma Virgilio, cuando notó que Camila iba al frente del grupo. Cuando finalmente lo tuvo de frente, ella lo enlazó fuertemente, estremecida por el júbilo. Todos reían y le sonreían, y le preguntaban, hablando todos a la vez, que porqué se había marchado, que porqué desapareció de esa manera, repentinamente, sin decirle nada a nadie, que estaban angustiados por él, que pensaban que estaba muerto, que nunca más volverían a verlo. Y todos, principalmente Camila, manifestaron su gran regocijo porque había regresado.
 
© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2016