Cuando ella encendió la lámpara, él permaneció en silencio, y observó la
llama de la vela y la cara bondadosa y soñadora de la muchacha… Nunca se había
sentido tan cerca de nadie. Ahora era feliz; se olvidó de todo lo malo y lo feo
que existe en la vida. -Zsigmond Móricz: (Sé Fiel Hasta la Muerte)
Cuando el sol baña de cierta manera algunas calles de Toronto, me
acuerdo de Budapest. La verdad es que no sé por qué. Las dos ciudades no se
parecen, y, durante el tiempo que estuve allá, el sol no tuvo la decencia de
brillar un sólo día.
Recuerdo el paisaje desde la
ventana de mi cuarto, en la torre redonda que es el Danubius Hotel, en Szilagyi
Erzsebet fasor; la oscuridad; la lluvia fina cayendo sobre las calles del
barrio; y, allá a lo lejos, las nubes negras colgando pesadas sobre las colinas
de Buda. En la más alta había una inmensa torre de comunicaciones, con antenas
por todos los costados, desde donde, en años anteriores, el gobierno irradiaba
su doctrina y propaganda.
El tranvía 56 se paraba
frente al hotel, pero cada mañana yo prefería caminar hasta Moszkva Tér, o
Széll Kálmán Tér (como se llama ahora), donde desayunaba bueno y barato en un
restaurantito del mercado, que también servía un café excelente. A fuerza de ir
todos los días, Nemecsek (que atendía el restaurante y cocinaba al mismo
tiempo) ya me conocía. Con su inglés
entrecortado y su acento magyar, me preguntaba sobre Canadá.
Era linda la Plaza Moscú, con
hermosos edificios antiguos, y la convergencia de tantas ferrovías de todos los
tranvías provenientes de las colinas de Buda. La única aberración era un
Macdonald’s, un Burger King, y un Pizza Hut. Después de desayunar, me iba a la
entrada del metro, donde me encontraba con Zsuzsánna. Cuando llegaba,
abordábamos el metro de la línea roja M2, iniciando así el peregrinaje del día.
En Buda, visitamos el
Castillo, el Bastión de los Pescadores, el imponente edificio que fue el
palacio de los Habsburg y que ahora es la Galería Nacional, y la iglesia
Mátyás. Descendimos en el funicular a la
ribera oeste del Danubio, y cruzamos a Pest caminando por el Puente
Széchenyi.
En Pest, ascendimos los 364
escalones hasta la cúpula de la Basílica Szent István, a 96 metros de altura,
desde donde pudimos apreciar el contraste entre los cerros de Buda y la llanura
de Pest. En Városliget visitamos el Museo de Agricultura, localizado en el
magnífico Castillo Vajdahunyad, y nos paseamos por el parque. En Hősök tere, en
el Monumento a los Héroes, junto a los siete jinetes que, en el año 895 de
nuestra era, condujeron a los magyars
desde los Urales hasta Pannonia, en el
Valle de los Carpatos, Zsuzsánna, llena de orgullo, me contó la historia de
Árpád, Előd, Ond, Kond, Tas, Huba, Töhötöm, y el origen de su pueblo.
Caminamos de punta a punta la
calle peatonal Váci Utca. En la plaza Vörösmarty nos sentamos al pie de la
estatua de Mihály Vörösmarty, a descansar un poco, y le hicimos compañía al
muchacherío de estudiantes que se congregaba alrededor del poeta. Después
fuimos al Café Gerbeaud a tomar, naturalmente, un café.
Le dije a Zsuzsánna que
quería comprar una camiseta con algún motivo húngaro, para llevármela como
recuerdo. Me llevó al mercado central en Vámház Korüt. En ninguna de las
tiendas pude encontrar una camiseta que fuera hecha en Hungría y que dijera Budapest
Magyarország, así en húngaro; en vez de Budapest Hungary, en inglés.
Los tenderos se disculpaban diciendo que todo lo que tenían era para turistas. Entonces
Zsuzsánna dijo que otro día me llevaría a Móricz Zsigmond körtér, donde había
una tienda nacionalista. Allí vendían todas clases de artículos referentes a la
historia y la cultura magyar, presente y pasada.
Un día, de pie, en la ribera
este del Danubio, junto a la enorme estructura neo-gótica del Magyarorzágház
(el edificio del parlamento nacional), Zsuzsánna, exaltada, señalando con un
dedo a la descomunal Estatua de la Libertad que se divisaba a lo lejos
sobre el cerro de Gellért, me hablaba de la sangre derramada por los húngaros. Me
contó sobre los que murieron durante la guerra de independencia contra el
imperio austriaco en 1848; los que fueron ejecutados por los Habsburg,
incluyendo los trece mártires de Arad; los que perdieron la vida en la Primera
Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, y durante la insurrección de 1956
contra el imperio ruso. La estatua es una estructura gigantesca que parece ser
una mujer con los brazos extendidos al cielo, sosteniendo a su hijo muerto: «A
la memoria de los que sacrificaron sus vidas por la independencia, libertad, y
prosperidad de Hungría».
El día que fuimos a la plaza
Zsigmond Móricz, cuando nos bajamos del tranvía 59, había una manifestación
política. Un grupo de muchachas marchaba, cantando lemas en húngaro que, por
supuesto, yo no entendía. En las manos llevaban pancartas, con un letrero que
decía «Szeretlek». Le pregunté a Zsuzsánna qué quería decir. «Te amo»,
respondió ella. ¡Vaya! ¡Una manifestación a favor de la causa del amor! Creo
que en ese momento comencé a amar a todas las húngaras.
En la tienda nacionalista
encontré lo que buscaba. Compré una camiseta que tenía en el frente un antiguo
guerrero, cabalgando, con arco y flecha en posición de disparar, y una
inscripción en húngaro que decía: «El fuego escita esta vivo y ardiendo de
nuevo en nuestros espíritus, y juntos, derrotaremos otra vez al antiguo enemigo».
Detrás tenía un águila con las alas extendidas y el lema, también en húngaro: «La
nación guerrera, como las olas del mar,
nunca será esclava de nadie». En una librería de la plaza compré dos
novelas: Légy jó mindhalálíg (Sé Fiel Hasta la Muerte), de Zsigmond
Móricz; y A Pál utcai fiúk (Los Muchachos de la Calle Pablo), de Ferenc
Molnár.
A decir verdad, no es mucho
lo que pudimos hacer; la lluvia y el viento frío no nos lo permitieron. De
hecho, lo que más recuerdo es el tiempo inclemente y lo que no hice. No fuimos
a la isla Margit, ni a los baños termales Széchenyi, ni al parque de las
estatuas, ni a las cuevas Pál-völgyi, ni a la Opera; ni a Gellért, a ver la Estatua
de la Libertad; no caminamos por Andrassy Útca; no fuimos a Aquincum, ni al
Laberinto Budavár. Tampoco le dije a Zsuzsánna que me gustaban sus ojos.
El día anterior a mi partida,
Zsuzsánna me llevó a conocer su casa. Me sentí emocionado. No es fácil para uno
abrir las puertas de su hogar a un extraño. Comimos gulyás y pogácsa, y bebimos
Borsodi. Hablamos de Hieronymus Bosch, su pintor predilecto; de su niñez y
juventud bajo el antiguo régimen comunista; y de cómo se quedó huérfana a los
veinticinco años. Su mamá murió de cáncer, y seis meses más tarde, su papá
decidió morirse también, sin estar enfermo, así no más, a fuerza de voluntad,
porque no soportaba la vida sin su mujer. La siguió hasta más allá de la
tumba.
Cuando nos despedimos en Apor
Vilmos Tér, ella me abrazó y me plantó un beso en cada mejilla; yo la besé en
la frente. Se quedó de pie en el andén, mirándome, a medida que el tranvía 59
se alejaba. Yo no le quité los ojos de encima, hasta que se perdió de vista en
la bruma de otro día sin sol. Supongo que ambos sabíamos que no volveríamos a
vernos.
Entonces, eso es lo que los
días soleados de Toronto me hacen recordar de Budapest. No es lo que pasó, sino lo que no pasó; la
nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue; las ganas de vivirlo; la osadía
de querer regresar y hacer que suceda. La luz solar tiene el poder de hacerme
recordar cosas que no he vivido.
©Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2012