SADIA



وقع أقدام متقطع يحملوني إلى رحيلك.
و أعيش تحت خيالك في كل زوايا الشمس
Le tracé haché me conduit toujours à ton départ,
Et j'habite ta silhouette aux angles solaires.
–Mohamed Loakira 
     La sirena del barco y el alboroto de la gente que corría a abordarlo despertaron a Sadia. Llevaba a cuesta el cansancio de veinte horas de viaje. La travesía de Skoura a Tánger usualmente se demoraba alrededor de diez horas, pero el autobús había hecho paradas en Ouarzazate, Marrakesh, Settat, Berrechid, Mohammedia, Temara, y Rabat.

     Cuando subió a bordo encontró un lugar donde sentarse, y tan pronto lo hizo se quedó dormida otra vez. Soñó que era niña y que Abbad, su papá, la llevaba a Agadir a ver el mar por primera vez, que andaban juntos tomados de la mano por la montaña, a lo largo de las murallas, por entre las callejuelas de la kasba, en el cementerio del pueblo donde él le mostraba las tumbas de sus antepasados; que Samira, su mamá, preparaba algo en la cocina, que la despertaba para apresurarla porque era hora de irse a la escuela, que oraban juntas en la mezquita. Soñó que estaba en la escuela concentrada en un problema de aritmética, y que Khadija, su maestra, la miraba desde su escritorio y le sonreía. También soñó con Saïd, su hermano, que vivía en Marsella.  


     Abbad y Samira habían muerto varios años antes, uno detrás de la otra. Y el día que, sollozando, despidió a Saïd en la parada del autobús, sintiendo que ya no quedaba en Skoura nada a lo que aferrarse, se dijo que muy pronto, ella también se iría. Cumplidos los dieciocho años, y en contra de los ruegos de la tía Dounia, hizo la maleta, tomó el autobús, y se marchó.


     De la terminal de autobuses en Tánger, caminó casi una hora, arrastrando la maleta, a través de las Avenidas Ibn Ardoune, Ibn Batouta, Ibn Khaldoun, y Avenue d’Anglaterre, que a esa hora de la madrugada estaban despobladas. Cuando llegó, el lugar estaba desierto, envuelto en la bruma y la melancolía propias de los puertos al amanecer; tal vez porque están impregnados con el residuo de las despedidas. Entró a la estación, que también estaba solitaria, se acomodo en un banco y se durmió.  Hasta que la despertó la sirena y el ruido de la gente.


     La sirena del barco atracando del otro lado del estrecho la despertó otra vez. Cuando se desmontó y salio del puerto, caminó por la Plaza del Puerto, y la Avenida Virgen del Carmen. Al llegar al Parque de María Cristina se sentó en un banco, totalmente agotada, sin saber qué hacer o en que dirección coger, sin amigos, ni parientes, ni conocidos, en ese lado del Mare Nostrum.


     Cuando terminé de comer, la voz de Sadia todavía reverberaba en las paredes del Restaurante Ansari. Yo era el único cliente.  Me dijo que emigrar, en las condiciones que lo hizo, había sido extremadamente difícil; que trabajó largas horas como niñera, cocinera, y limpiando recámaras en un hotel, por una miseria que le pagaban; que hubo los que quisieron ultrajarla, meterla en el vicio y negocio de las drogas, o prostituirla; que las circunstancias, a veces, se hicieron intolerables; que muchas veces pensó regresar, pero aguantó, y las cosas cambiaron. Ahora tenía un marido que trabajaba en la industria de la construcción, mientras ella se ocupaba del restaurante; tenían una niña de tres años; y estaban ahorrando dinero para comprarse una casa. 
     Detrás del optimismo pude entrever el asomo de una cierta pesadumbre, y en sus ojos marrones y claros, como la arena, se advertía la añoranza por el desierto, las dunas, las montañas, la medina, el oasis, el jardín de Alláh.
     Después de pagar lo consumido le agradecí que me hablara de ella, que me contara su vida.  Un viajero solitario siempre anda en busca de gente con quien hablar. Cuando salí del restaurante, me detuve un rato en la esquina de Abrantes y Besolla, sin saber qué dirección tomar, como Sadia el día que desembarcó en Algeciras. Decidí tomar el metro en Pan Bendito y regresar al hotel.  En el tren pensaba en todo lo que me había contado; en que no le pregunté por qué se fue a Madrid y no a Marsella, donde vivía Saïd; en que un día escribiría la historia de Sadia.

© William Almonte Jiménez, 2014