JUNÍN 1760

Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos.
Hay un espejo que me ha visto por última vez.
Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
                   –Jorge Luis Borges: “Límites”





Después de un rato largo de estar de pie, en silencio, tratando de encontrar las palabras precisas para comunicarle a Raúl la transformación que se había efectuado en ella y en su vida, Liliana colocó las flores sobre la tumba. Se secó las  lágrimas con el dorso de la mano, y afirmó la voz.
     –Feliz cumpleaños, Raúl. Esta es la última vez que vengo. Espero que no te enojes.
     Contrario a la costumbre, Liliana lo visitaba el día de su nacimiento, no el de su muerte. La diferencia no era mucha en cualquier caso, sólo una semana separaba ambas fechas. Había estado haciéndolo durante casi diez años, desde que le dieron de alta del Hospital Interdisciplinario Psico-asistencial José Tiburcio Borda, en Barracas, más o menos un año después del fallecimiento de Raúl. Salió justo el día de su cumpleaños. Su padre la recogió en el hospital. Ella le pidió que la llevara a La Recoleta. El padre de Raúl había sido general durante el régimen de los milicos; es por eso que consiguió un lote en el cementerio; y allí estaba enterrado, junto con su hijo. Antes de entrar, Liliana compró flores. Su padre la llevó por primera vez al lugar donde estaba sepultado el que iba a ser su compañero de toda la vida. Él esperó a cierta distancia de la tumba, dejándola así sola con su pasado. Liliana lloró de manera desgarrada durante largo rato. –Feliz cumpleaños, Raúl –dijo finalmente, cuando logró controlarse. Durante una década repitió la ceremonia. Hasta alquiló un apartamento en  Ayacucho y Guido, para no estar muy lejos.
  

Temprano en la mañana, cuando se despertó, se angustió porque recordó la promesa que se había hecho el día anterior, y no estaba segura de si la llevaría a cabo. Después de un momento de indecisión, se levantó, se arregló, y bajó de su apartamento en Ayacucho. Caminó por la vereda a lo largo de Junín. Se detuvo en Nuestra Señora del Pilar, y le compró flores al señor que parecía estar allí todos lo días. Entonces se dirigió a la entrada del Cementerio General del Norte.
     Con el pulso acelerado, se detuvo ante las imponentes cuatro columnas dóricas del pórtico por el que debía cruzar. Suspiró. El letrero en letras grandes encima del pórtico, le devolvió la tranquilidad. “REQUIESCANT IN PACE”.
     Inexplicablemente, había poca gente. El ruido habitual del tránsito y la música de los bares de la calle Vicente López no se escuchaban a esa hora de la mañana. Sólo se oía el murmullo de los pocos presentes, y algún gato jugueteando y maullando entre los ángeles de piedra. Eso acentuaba el halo de misterio, mitos, fantasmas, y leyendas que rodea ese lugar. Sin embargo, al mismo tiempo, la calma que lo ocupaba reconfortaba a Liliana.
     Avanzó por la vía principal, dejando detrás tumbas con nombres ilustres, héroes de la patria, presidentes, reconocidos escritores, científicos, y deportistas. A ambos lados había estatuas de mármol y bronce, representando vírgenes, ángeles, cristos, hombres, y mujeres.
      Cinco manzanas, cinco hectáreas y media, y cinco mil sepulcros, harían pensar que seria muy difícil encontrar una tumba específica, pero Liliana sabía exactamente hacia donde iba. Sólo tenía que seguir derecho hasta la Rotonda Central.  Allí fue recibida por el Cristo, con los brazos abiertos, como dándole la bienvenida, o invitándola a quedarse en ese mundo apacible. El Cristo también miraba hacia la puerta de salida, como si estuviera urgiéndola a abandonar la necrópolis.
     Siguió caminando por la callecita cubierta de baldosas, bajo la sombra de los cipreses, las araucarias, y las magnolias.  Junto al  paredón que da a la calle Azcuénaga (del otro lado del cual, por las noches, se pasean las prostitutas, ofreciendo sus servicios expertos) estaba la sepultura que buscaba. Comparada con las demás, era sencilla, con una lápida que le llegaba a Liliana hasta la altura del ombligo.
    

Liliana recordó la última vez que vio a Raúl, y la tontería por la que riñeron. Tenía veintidós años. Nunca se había enamorado ni mostraba interés por el sexo opuesto, por lo que su familia y amigos la consideraban excéntrica. Fue entonces cuando conoció a Raúl. Guapo, alto, próspero en los negocios, casa propia en Belgrano; arrebatado, seguro de si mismo; participaba con su Ferrari en los circuitos de carreras automovilísticas. El tipo de hombre alrededor del cual gravitan las mujeres. Y Liliana no era la excepción.   
     El problema era que ni los padres ni los amigos de ella lo aceptaban. Era cierto que no era un mal tipo, y, a pesar de lo que se rumoraba de él, adoraba a Liliana. Pero tenía treinta y tres años, fama de mujeriego, y reputación de ser violento, con un temperamento irascible.
     Sin embargo, ni siquiera vale la pena repetirlo, en el corazón no se manda, y Liliana decidió que sería Raúl, o nadie más. Sus padres no tuvieron más remedio que ceder, y aceptarlo como miembro de la familia.
     Todo estaba listo para la boda; en un mes se casarían. La fiesta sería en grande, en el Dique 1 de Puerto Madero;  luna de miel en Europa; casa nueva en Palermo, con piscina, y veinte cuartos, para los cinco chicos que iban a tener. Porque ella insistió en que no viviría en la casa que él heredó de sus padres en Belgrano, sino en una casa nueva construida especialmente para ellos y sus futuros hijos.
     Esa noche, Raúl estaba en casa de Liliana; una regia casona en Monserrat,  que su papá había heredado. La conservaban gracias a que sus abuelos fueron de los  pocos que no se mudaron más al norte, durante la epidemia de fiebre amarilla que brotó en 1871. Hacían planes para la luna de miel, y se enojaron por algo sin mucha importancia.  Raúl quería pasar una semana esquiando en Bariloche, antes de emprender el vuelo a Europa. Ella quería irse directo al viejo continente, comenzando en Suiza, de donde provenían sus antepasados. Además de que ya había estado en Bariloche más de una vez, aborrecía la nieve y el frío. No hubo manera de ponerse de acuerdo. Raúl la recriminó por ser intransigente; ella lo acusó de querer controlarlo todo. Se dijeron palabras ofensivas, y al final de la disputa, Raúl salió de la casa dando un portazo. Se montó en su coche deportivo, y la rabia que llevaba se reflejó en la velocidad y el rechinar de los neumáticos.
     Un par de horas más tarde, cuando sonó el teléfono, creyendo que era Raúl que llamaba para insistir en tener la última palabra, Liliana pensó que no iba a levantar el aparato. También le pasó por la mente la posibilidad de que llamaba para disculparse. Cuando dejó caer el auricular, y se hundió en el sofá, descolorida, y gimiendo convulsionadamente, su padre supo que no era Raúl.    
     El accidente ocurrió en la Avenida 9 de Mayo. El choque fue de frente, con un camión. El Ferrari quedó hecho una pila de chatarra. Y Raúl, naturalmente, no vivió para contarlo. Liliana no pudo ni siquiera asistir a los funerales. La magnitud de la tragedia, y el sentimiento de culpa, la descompusieron.
     Después de un año en el hospital psiquiátrico, volvió al trabajo. A parte de eso no salía de su casa, y rechazaba las proposiciones que le hacían. Sus familiares y amigos se preocupaban por ella. Tanto ellos como el psicoterapeuta que veía regularmente, le aconsejaban que ya era tiempo de olvidarlo todo. Y le daban mil explicaciones y motivos. No obstante, ella no entraba en razón.  Hasta que conoció a Anselmo.


     –Feliz cumpleaños, Raúl –dijo otra vez–.  Esta es la última vez que vengo. Espero que no te enojes –repitió–. Son diez años de estar sola. Conocí a alguien. Es un buen tipo.  Creo que te habría gustado.
     Después de confesarle la verdad, Liliana recuperó el sosiego. Le pareció que dondequiera que estuviera, Raúl la entendía, y que le daba su aprobación.
     –Adiós Raúl. Deséame suerte. 
     Liliana besó la tumba. Entonces se marchó, sin mirar hacia atrás.

© William Almonte Jiménez, 2014